Momo entró y, en un primer momento, no fue capaz de orientarse. En el lado de los ventanales había muchas mesas con tableros minúsculos apoyados en unas patas altísimas, de manera que parecían unas setas extrañas. Eran tan altas que un adulto podía comer en ellas de pie. No había sillas por ninguna parte.
Al otro lado había una larga barrera de relucientes pasamanos de metal, una especie de cercado. Detrás se extendían, espaciadas, unas largas vitrinas de cristal en las que había bocadillos de jamón y de queso, salchichas, platos de ensalada, flanes, pasteles y otras muchas cosas que Momo ni siquiera conocía.
Momo (1973)
Pero Momo solo pudo ir tomando nota de todo aquello con dificultad, porque aquel lugar estaba a rebosar de gente que se interponía en su camino; allá donde se dirigía, recibía empellones y empujones. La mayor parte de la gente caminaba balanceando entre sus manos unas bandejas con platos y botellas, y todos luchaban por conseguir un sitio libre en algunas de las mesitas.